28.6.12

Uroboros II


Acerco el rotulador a sus costillas. Reímos sin parar, la música no cesa. Siento que bajo en un ascensor terriblemente rápido, o que salto desde lo más alto de una alta escalera. Su piel brilla, un poco, con el sol que las persianas permiten pasar para abrir en canal a la penumbra. Otras veces es la luna la que se cuela, se refleja en sus pupilas y yo aúllo. 

Acerco el rotulador a sus costillas. Ella respira y yo intento acallar unos latidos que suenan como solos de batería, como la percusión que acompaña a las batallas o a los esclavos al remar. Esclavo de remar para ella, en nuestro barco que es un colchón de sábanas revueltas y heridas a medio cerrar. Me mira, sonrío, acerco el rotulador y escribo:

Arañan las estrellas que ya
se funden de celos de
vernos brillar.

Me pide que lo lea en alto. Yo me aclaro la voz que está un poco falta de fuerzas, masacrada por lágrimas de alcohol y mordiscos de humo. Leo en voz alta, ella vuelve a reír. El sudor se entremezcla como dos muñecos de cera o plástico que no se quieren separar y que andan demasiado cerca de una hoguera. Hoy el sol solo sale para vernos delirar. Ella se da la vuelta y me arranca el rotulador de las manos, que yo dejo escapar al rato de forcejear un poco. Me rodea como hacen las serpientes antes de asfixiar a sus víctimas y tararea la canción que está sonando. También tararea la luz del cuarto otra canción, la canción del calor del sol jugando a calentar el hormigón y el cemento armado. 

Acerca el rotulador a mi espalda pero antes marca con un dedo el verso que ha pensado. Yo observo la ropa que descansa revuelta en el suelo, junto con bolígrafos, libros y ceniza. Mucha ceniza, latas de cerveza que la rebosan y la esparcen por el suelo. Ceniza que recuerda a semillas esparcidas por el campo. Semillas que darán lugar a plantas grisáceas. A árboles grisáceos de frutos grisáceos. Y su sombra nos cobijara de la tormenta de todos los días que no pueden ser como el de hoy.Acerca el rotulador a mi espalda y escribe:

Explotan las estrellas que ya
se han congelado de observar
esta fugaz locura.

Hablamos un rato. Mis manos caminan desde su ombligo hasta su pelo. Ella me habla de París yo de mí perdido a cinco mil kilómetros de casa. Me cuenta la historia de los días perdidos que volaron sin querer, de los días echados por la borda sin apenas darse cuenta. Yo recito el poema de las heridas recibidas y por recibir, enseño el álbum de fotos de todas las ilusiones rotas. Ella canta la canción del dolor de madrugada, yo entono la balada del insomnio. Bromeamos sobre la locura. Imaginamos bastos campos en llamas, increíbles olas gigantes, junglas que brotan de repente y cubren el vecindario. Nos reímos, estamos en una isla, en un mundo diferente al resto. Mares de ceniza de nuevo, temblores, sí, pero aquí no nos alcanzan los fríos filos de la realidad que transpira el ruido que llega del gentío. Y si llegan nos encontrarán abrazados, con nuestra piel marcada por la tinta de nuestro rotulador.  Todavía las palabras no se me acaban, las estrellas son infinitas. Me pasa el rotulador y lo poso en su nuca. Me pasa el rotulador y escribo.

Caen las estrellas que ya
No saben qué hacer
Para tenerte un poco más cerca.

Otra nueva cerveza que se cae al vacío. Que cae como un meteorito que solo deja un pequeño ruido.  Y luego otra y otra más.  Y un nuevo cigarrillo encendido prendido de sus labios. No nos importa si los vecinos se quejan del ruido, estamos navegando a la deriva, entre la niebla espesa y silenciosa del humo del tabaco y nuestra particular locura. Caigo rendido sobre el colchón agotado y con la frente perlada de sudor frío. Aterrado de que el día pueda pasar y el mañana traiga lo de siempre. Apoyo mi cabeza en sus piernas y ella me mira. Los días de diario nos acorralan como si fueran tiburones, enseñándonos sus aletas que no son más que las hojas del calendario. Y si me concentro no escucho nada más que el sonido del contacto eléctrico que forma su piel con la mía, casi puedo ver las chispas que son como pequeñas medusas fluorescentes capaces de flotar, casi puedo sentir el calambre. Y no quiero sentir nada más. Ella coge el rotulador y lo acerca a mi pecho, noto la pequeña punta.  Y ella dibuja más que escribe estas líneas:

No dicen nada las estrellas
mudas de vernos desaparecer
cuando de nuevo se hace de día. 

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